La columna de Sebastián Izquierdo
El “Palacio de las Lágrimas” es un monumento a la avaricia, una mansión que se erigió sobre la desgracia de miles de chilenos atrapados en las garras de la usura y el anatocismo en el siglo XIX. En ese lugar, los desesperados llegaban a suplicar por un respiro a sus deudas, mientras los prestamistas disfrutaban del espectáculo de la miseria humana. Hoy es la sede del Partido Socialista de Chile, un partido que en los gobiernos de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet administró el poder en favor de la banca nacional y global.
El show del endeudamiento sigue, solo que ahora los bancos no necesitan grandes edificios de mármol ni escritorios de caoba para imponer su poder. La diferencia es que hoy, con un sistema financiero moderno y digital, pueden crear dinero de la nada cada vez que alguien pide un préstamo. Gracias a la reserva fraccionaria, los bancos prestan varias veces el dinero que realmente tienen, multiplicando sus ganancias y expandiendo artificialmente la masa monetaria.
Este mecanismo no solo afecta a las personas comunes y corrientes, sino que ha convertido a los bancos en los amos de los gobiernos. El Estado de Chile, por ejemplo, acumula una deuda que crece a ritmo preocupante. A marzo de 2024, la deuda pública de Chile alcanzó los 119.512 millones de dólares, y la tendencia sigue al alza. ¿Quiénes son los grandes acreedores? Los mismos bancos y entidades financieras que, con un simple ajuste en las tasas de interés, pueden poner de rodillas a un país entero.
Pero hay un truco sucio del que poco se habla: el anatocismo. No hay que confundirlo con el interés compuesto, que es cuando los intereses generados se reinvierten de manera voluntaria. El anatocismo, en cambio, es cobrar intereses sobre intereses impagos, convirtiendo una deuda en un pozo sin fondo. Esta práctica, aunque restringida por la ley en algunos casos, sigue siendo pan de cada día en el sistema bancario chileno.
Para facilitar estas trampas, los bancos obligan a sus clientes a firmar un mandato amplio al momento de adquirir cualquier producto financiero, incluso una simple cuenta vista. Este mandato, que la mayoría de la gente firma sin leer en medio de un cerro de papeles que le entregan en el banco, le otorga a la entidad financiera un poder desproporcionado. Con este documento, el banco puede contratar consigo mismo en nombre del cliente sin necesidad de su consentimiento. Es decir, el banco actúa como prestamista, juez y parte en cada transacción.
Pongámoslo en un caso práctico: si alguien tiene una deuda de consumo y no puede pagarla a tiempo, el banco puede unilateralmente contratar un crédito con su propio dinero a nombre del deudor para “regularizar” el impago, aplicando nuevos intereses sobre los intereses ya vencidos. Así, el cliente se hunde aún más sin siquiera haber dado su consentimiento.
Los bancos, al monopolizar la oferta de crédito, moldean el acceso a bienes esenciales como la vivienda. No se limitan a financiar la compra de casas: diseñan un mercado donde la propiedad es inalcanzable sin su intermediación. Al inflar artificialmente los precios con su financiamiento masivo y prolongado, fuerzan a las personas a endeudarse durante décadas para acceder a un techo. De esta forma, convierten una necesidad básica en un privilegio administrado por ellos mismos, consolidando su control sobre la vida de las personas.
Desde una perspectiva católica, la banca y el sistema financiero no son inherentemente malos, pero deben operar bajo principios de justicia y moralidad. La doctrina social de la Iglesia ha condenado históricamente la usura y cualquier forma de explotación financiera que someta a las personas a una esclavitud económica. No se trata de acabar con la propiedad privada ni con la existencia de un sistema financiero, sino de establecer condiciones justas y éticas que permitan el desarrollo de las personas sin convertirlas en prisioneras de la deuda.
En conclusión, este sistema financiero no solo enriquece a los bancos, sino que reduce la libertad de los individuos y la soberanía de la familia, las comunidades y las naciones. Bajo este modelo fundamentalmente injusto y maquiavélico, las personas se ven obligadas a hipotecar su futuro sin siquiera ser conscientes de las reglas del juego.