La columna de Sebastián Izquierdo
La reforma de pensiones en Chile es, en esencia, una repactación unilateral de la deuda que el Estado ya tiene con los trabajadores chilenos. Esta deuda no es un mero cálculo teórico; es real y cuantificable: alrededor de 50.000 millones de dólares. De estos, 30.000 millones corresponden a bonos que las AFP compraron con los ahorros de los trabajadores y otros 20.000 millones provienen de bonos que el Estado emitió y que fueron comprados por los bancos con dinero prestado por las AFP. Es decir, los trabajadores chilenos son, en última instancia, los acreedores de su propio Estado.
El sistema de AFP, así como el FUT, fueron sistemas implementados en un Chile muy pobre, donde no existía capital para producir. Ambos sistemas estaban destinados a capitalizar para dar productividad al trabajador chileno, pero el presidente Ricardo Lagos autorizó a las AFP a invertir los ahorros de los trabajadores en el extranjero, eliminando la virtud del sistema que residía en poner herramientas de trabajo en manos de los trabajadores mediante las herramientas financieras de sus ahorros para la vejez. Bachelet, por su parte, eliminó el FUT y subió desproporcionadamente los impuestos, cruzando el umbral de la curva de Laffer.
Hoy, la productividad está estancada, los salarios reales promedio se parecen cada vez más al mínimo y la reforma amenaza con dejar a 100.000 personas sin trabajo.
El problema fundamental es que el Estado chileno no tiene otra forma de pagar esa deuda que no sea a través de impuestos, lo que significa que, en términos prácticos, los ciudadanos tendrían que pagarse a sí mismos con dinero que no tienen. Este círculo vicioso es insostenible, y en lugar de enfrentarlo con una solución honesta, el gobierno ha optado por un mecanismo más conveniente para la clase política: refinanciar la deuda con otra deuda.
La reforma de pensiones impone, de manera obligatoria, que los trabajadores presten directamente su dinero al Estado a plazos larguísimos. Con esto, el gobierno consigue “pagar” la deuda de 50.000 millones de dólares sin asumir un costo inmediato y, en cambio, traslada el problema hacia el futuro, comprometiendo aún más la estabilidad financiera del país. En este proceso, los trabajadores chilenos son forzados a prestar y a pagar, mientras que la verdadera fiesta es disfrutada por los políticos, funcionarios públicos y grupos privilegiados como los colectivos LGBT e inmigrantes, quienes reciben beneficios sin aportar proporcionalmente al sistema.
Resulta alarmante que ningún político parezca dispuesto a señalar esta situación con claridad. Nadie parece querer que los ciudadanos tomen conciencia de la trampa en la que han sido encerrados: un sistema donde la deuda estatal se recicla a costa del esfuerzo de los trabajadores, mientras la clase política y sus protegidos disfrutan de los frutos. En este juego, el futuro del sistema financiero chileno queda peligrosamente comprometido, pero quienes manejan el poder prefieren patear la crisis para más adelante antes que asumir la responsabilidad de una reforma auténtica y justa. Una reforma de pensiones verdaderamente justa pasa por reducir impuestos y gasto público, y prohibir que los ahorros de los trabajadores sean utilizados para financiar el despilfarro estatal. El ahorro del trabajador chileno debe invertirse en capital que aumente su productividad, no en otra cosa.
Por último, el Estado no podrá recaudar más para pagarnos la deuda, porque, aunque suban los impuestos, sólo disminuirán la actividad económica y, como consecuencia, la recaudación. Estamos en una trampa de la que somos víctimas por culpa de la democracia.