Chile ha muerto y ustedes lo han matado

La Columna de Sebastián Izquierdo.

A medida que nos acercamos a las elecciones presidenciales, el panorama político se llena de discursos que claman por lo que “Chile se merece” y los “derechos” que las personas deben exigir. Estas consignas vacías han sido repetidas hasta el hartazgo, y sin embargo, carecen de cualquier fundamento filosófico o espiritual verdadero. Al escuchar a los candidatos, pareciera que los derechos y los méritos son productos autogenerados por la sociedad o, peor aún, por el Estado. Pero esta visión no solo es superficial; es profundamente errónea.

Desde una perspectiva filosófica, es absurdo hablar de méritos o derechos como si fueran inherentes al ser humano. El ser humano no se ha dado a sí mismo el “ser”; lo ha recibido de Dios, la única fuente del ser y de los derechos verdaderos. Si no hemos creado nuestra existencia, ¿cómo podríamos reclamar derechos o méritos por nosotros mismos? Todos nuestros dones, todas nuestras capacidades, provienen de Dios y no de nuestros propios esfuerzos. Ante Él, no hay mérito humano que valga, porque Él es quien determina lo que somos y lo que nos corresponde.

Para poner esto en términos simples: los seres humanos no nos hemos hecho a nosotros mismos. No somos como un carpintero que construye su propio mueble y, por lo tanto, puede reclamar crédito por su trabajo. Somos más bien como un regalo que alguien más envuelve y entrega. Todo lo que tenemos y somos se lo debemos a Dios. Entonces, hablar de “lo que Chile merece” o “a lo que los chilenos tienen derecho” es ignorar esta realidad fundamental.

Este desarraigo filosófico y espiritual nos lleva a una conclusión inevitable: la democracia, tal como se practica hoy, es un proceso de decadencia espiritual. Al basarse en una visión del ser humano como el único agente de su destino, esta forma de gobierno fomenta la idolatría del hombre por sobre Dios. Los debates políticos modernos no son más que competencias vacías para determinar quién puede prometer más derechos ficticios y méritos inexistentes.

El mal llamado “estallido social” del 2019 no fue una revolución ni un despertar de conciencia. Fue el detonante de la muerte del país. Las protestas no solo destruyeron bienes materiales, sino también arrasaron con los fundamentos estructurales de la nación. Fue entonces cuando el Estado, ya debilitado por décadas de mala administración, cayó en una dependencia insostenible de la deuda, exacerbada por los ofertones de políticas sociales que el gobierno de Piñera promovió para intentar apaciguar a los endemoniados que quemaban todo a su paso. Esto no hizo más que profundizar el colapso económico y causar una fuga masiva de capitales. La descapitalización de las empresas locales se aceleró, y el respeto a la autoridad se desmoronó, dejando a los Carabineros impotentes frente al caos.

La situación de los Carabineros fue especialmente grave. Perdieron respeto, poder y control sobre las calles, y, por ende, sobre la delincuencia, porque fiscales corruptos y jueces prevaricadores los encarcelaron por cumplir su deber. Este ataque sistemático a la institución policial fue un golpe mortal para la seguridad pública y para la confianza ciudadana en el orden.

Hoy vivimos en el cadáver de una sociedad en descomposición. Los restos de lo que alguna vez fue una comunidad funcional se pudren bajo el peso de la desconfianza, la división y el desprecio por las normas que sostienen la vida civilizada. La fractura social se profundizó con la pérdida de confianza entre conciudadanos. El irrespeto a la Constitución y las leyes se normalizó, dinamitando el orden que sostiene a una sociedad funcional. Estas acciones, lejos de ser una expresión de justicia, marcaron el asesinato de Chile como comunidad. Fue en ese momento que el país fue asesinado; “Chile ha muerto, y ustedes lo han matado”.

Pero ¿para qué discutir sobre la dirección de un país que está muerto? Pelear sobre quién será el próximo presidente es tan absurdo como discutir sobre quién debe ser el capitán de un barco que se hunde.

En lugar de obsesionarnos con el espectáculo electoral, debemos enfocar nuestra energía en la resurrección de Chile. Y esta resurrección no vendrá de los palacios de gobierno ni de las urnas electorales, sino de las familias y las comunidades. La familia nuclear y extendida debe volver a ser el centro de nuestra vida, el lugar donde se enseñan los valores y se reconstruyen las relaciones. Los barrios y las comunidades deben ser los espacios donde renace la caridad y se reconstruyen los lazos rotos.

Solo desde estas pequeñas células de vida social podremos aspirar a devolverle el alma a un país que la ha perdido. Pero para ello, primero debemos reconocer nuestra dependencia absoluta de Dios y la necesidad de retornar a Él como la única fuente de nuestros derechos y nuestro ser. Sin esta base, cualquier intento de reconstrucción será, como la democracia que idolatramos, otra mentira de quienes habitan un cadáver.


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